El término "ícono" procede del griego eikon, que significa "imagen". La palabra se utiliza comúnmente para designar una pintura, a menudo portátil, de un tema religioso, ejecutada sobre una tabla de madera con una técnica particular y según una tradición transmitida de siglo en siglo y aún viva hoy en día.
La íconografía cristiana, que tiene sus orígenes en los frescos de las catacumbas de los siglos II, III y IV, se originó en Bizancio. Desde allí, este arte se extendió a los países eslavos a partir del siglo X, ejerciendo una importante influencia en el Occidente latino. Algunos frescos románicos de alrededor del siglo XII se acercan mucho de la íconografía oriental. El tríptico que se muestra aquí es una creación reciente de este estilo.
La diferencia entre un ícono y una simple pintura es que el ícono debe relacionar al espectador con el objeto. La mirada no se detiene en la imagen, el ícono remite inmediatamente al objeto que debemos considerar: Cristo resucitado, Cristo transfigurado, la Virgen María..., mientras que los cuadros de los grandes artistas tienden a detener la mirada en sí mismos. El ícono pintado por alguien que ha contemplado verdaderamente nunca es el objeto de nuestra mirada, que entonces se desplaza espontáneamente más allá de él.
Frente al movimiento íconoclasta, el Segundo Concilio de Nicéa, en 787, definió solemnemente los fundamentos teológicos y la legitimidad de la íconografía cristiana y del culto a las imágenes. El Concilio enseñó que es lícito representar a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, porque sin dejar de ser el Dios invisible, el Verbo eterno, consubstancial al Padre, segunda Persona de la Santísima Trinidad, se nos hizo visible al encarnarse y al asumir una naturaleza humana. Rechazar el ícono equivaldría, pues, a negar la encarnación del Verbo de Dios. El ícono de Jesucristo es la expresión, mediante una imagen, de la doctrina del Concilio de Calcedonia (451), porque no representa ni la única naturaleza divina, que es invisible, ni la única naturaleza humana de Cristo, sino la Persona divina del Hijo que une en sí "sin mezcla ni confusión" estas dos naturalezas. El ícono de Cristo es, pues, una imagen "teándrica", es decir, en parte celeste y en parte humana. La íconografía de Cristo – escribió san Juan Pablo II en la carta apostólica Duodecim saeculum – «supone así toda la fe en la realidad de la Encarnación y en su significado inagotable para la Iglesia y para el mundo. Si la Iglesia la practica, es porque está convencida de que el Dios revelado en Jesucristo ha redimido y santificado verdaderamente la carne y todo el mundo sensible, es decir, el hombre con sus cinco sentidos, para permitirle "renovarse sin cesar a imagen de su Creador" (Col 3, 10) ».
Según San Juan Damasceno (siglo VIII), el ícono es "un canal de gracia, con virtud santificante". En efecto, una vez bendecido, el ícono se convierte en un sacramental, un signo de gracia, no a la manera de los sacramentos, que son eficaces en virtud de su institución por Cristo, sino en virtud de los poderes y oraciones de la Iglesia. Por esta razón, el ícono es una ayuda para la vida espiritual del cristiano. Al representar a Jesucristo, a la Madre de Dios, a los Ángeles, escenas de la vida de Cristo, a la Virgen María o a los Santos, el ícono los hace misteriosamente presentes. Esta presencia no está ligada a la pintura de madera coloreada, sino a la "semejanza con el prototipo", es decir, con la figura representada en el ícono; semejanza que la Iglesia autentifica antes de bendecir el ícono.
La tradición oriental llama los íconos "espejos de belleza invisible" y "ventanas que se abren a la eternidad". Mirado con los ojos del corazón y a la luz de la fe, el ícono se abre al mundo del espíritu, a las realidades invisibles y a la Belleza increada, al misterio cristiano en su realidad supraterrena. Es como una "teología visual".
No todos los temas religiosos pueden representarse en un ícono. La íconografía tradicional sólo abarca a Cristo, la Virgen María, escenas del Evangelio, ángeles y santos de todas las épocas: los que están muy cerca de nosotros, como Santa Teresa del Niño Jesús y sus padres, los Santos Luis y Zélie Martin, así como los que están más alejados en el tiempo, como San Jorge.
El íconografo debe respetar los "cánones" (es decir, las reglas) tradicionales de este arte, que la Iglesia de Oriente ha establecido detalladamente a lo largo de los siglos. El objetivo de estas prescripciones es garantizar que la pintura se ajuste a la experiencia global que la Iglesia tiene de Cristo, tal como se expresa en las Escrituras, la liturgia y la teología. El estilo pictórico del ícono no pretende reproducir o imitar perfectamente la naturaleza, sino crear una imagen transfigurada por el resplandor espiritual del misterio. El ícono no es un retrato, sino el prototipo de la humanidad futura, liberada de las pasiones, de todos los aspectos sensuales, de las leyes de la materia, del tiempo y del espacio, y transfigurada en la gloria. El propio movimiento se reduce, dando lugar al estilo hierático tan característico de la íconografía oriental, que ofrece una visión supraterrenal del mundo sensible.
El íconografo no tiene que firmar su obra, porque pertenece a la Iglesia. El artista, sobre todo si es monje, como es tradicional en Oriente, cede el paso a la tradición que habla.