El canto gregoriano posee eminentemente las tres notas características de la música sacra: santidad, universalidad y belleza. Este canto está directa y únicamente al servicio de la oración, por lo que la Constitución sobre la Liturgia del Concilio Vaticano II afirma :
La Iglesia reconoce el canto gregoriano como el canto propio de la liturgia romana; es, pues, el canto gregoriano el que, en igualdad de condiciones, debe ocupar el primer lugar en las acciones litúrgicas.
(Sacrosanctum Concilium, § 116)
Aunque el canto gregoriano ha suscitado un verdadero interés científico y cultural, su razón de ser es ante todo litúrgica. Hoy, sin embargo, existen formas muy diferentes de practicar el canto gregoriano. Para comprenderlo, es necesario hacer un breve repaso de la historia del canto gregoriano, antes de explicar por qué los monjes de Fontgombault, para su interpretación, han optado por permanecer fieles al patrimonio que heredaron de Solesmes en 1948.
Los orígenes del canto gregoriano son complejos y permanecen en gran parte oscuros. Los primeros cristianos heredaron naturalmente los ritos, textos y melodías de su entorno nativo. El canto litúrgico primitivo era simple en su forma: salmodia, aclamaciones, oraciones improvisadas por el celebrante siguiendo patrones definidos. La difusión del culto cristiano a países de lengua diferente en la cuenca mediterránea dio lugar a los distintos ritos orientales: armenio, caldeo, siro-malabar, maronita, copto, etc. En las Iglesias occidentales, aunque cada región tenía su propio repertorio de canto, el latín se convirtió gradualmente en la lengua litúrgica durante el siglo IV.
El canto gregoriano se basó en la acentuación latina: tras la etapa del simple impulso vocal sobre el acento para resaltar la palabra, el texto se puntuaba melódicamente con acentos y finales, como sigue ocurriendo en la salmodia y los versículos que se cantan en Laudes y Vísperas. La influencia de las tradiciones judía y griega se deja sentir más en la modalidad de estas melodías. Tras el Edicto de Milán que puso fin a las persecuciones (313) y la construcción de las primeras basílicas, el canto se amplificó al ritmo de la liturgia: por ejemplo, la entrada del obispo y del clero en procesión se acompaña de una antífona que alterna con los versos de un salmo, lo que aún hoy llamamos introito.
Entre los siglos V y VIII, el canto sagrado conoció un periodo de composición y establecimiento de un repertorio; cada vez se confiaba más a la schola cantorum, un grupo de clérigos especialistas capaces de interpretar piezas cada vez más elaboradas.
La edad de oro del canto gregoriano se sitúa entre los siglos VIII y X. Gracias a un acercamiento político entre el Papado y los reinos francos, Pepino el Breve adoptó para su reino las prácticas litúrgicas romanas. Estos acontecimientos fueron decisivos para el desarrollo del canto litúrgico. Obispos de la Galia, como San Chrodegang de Metz y Remedio de Ruán, pidieron a Roma que les enviara libros y cantores. El canto sagrado aún no se había escrito y las melodías se dejaban a la memoria de los cantores. Carlomagno continuó esta labor, y su celo por la unidad litúrgica iba a tener una influencia decisiva en el desarrollo de la liturgia romana.
Al recibir los textos de la liturgia romana, los cantores de Carlomagno tuvieron que adaptar o recomponer melodías, dando lugar al repertorio "carolingio" que se extendería por toda Europa. La organización de esta obra por San Gregorio Magno (+604), que gozó de gran popularidad durante toda la Edad Media, le dio su nombre actual de "canto gregoriano".
Esta evolución fue acompañada de la invención de un sistema de escritura de melodías, un acontecimiento capital en la historia de la música. Los primeros manuscritos "anotados" aparecieron en el siglo IX. Al principio, estos manuscritos eran adiastáticos, es decir, no indicaban intervalos. Los signos melódicos (llamados neumes, del griego pneuma, que significa respiración) se limitaban a sugerir tonos, que se conocían de memoria. Son extremadamente precisos en cuanto a ritmo y movimiento. Con la escritura de melodías llegó también la teorización de la música. A finales del siglo XI aparecieron manuscritos que indicaban intervalos, pero paradójicamente la precisión rítmica de la notación tendió a desaparecer.
Entre los siglos XI y XV nacieron nuevos estilos a partir del gregoriano, como el silabeo (que consistía en poner palabras bajo las largas vocalizaciones gregorianas, a razón de una sílaba por nota, dando lugar a secuencias y tropos, muy populares en la Edad Media) y la polifonía (que comenzó con el organum, acompañamiento de una segunda voz en la cuarta o quinta inferior, y luego se desarrolló con el contrapunto y la armonía). Un efecto secundario de esta creatividad de los músicos fue que el arte se fue imponiendo a la oración. La sobriedad del canto gregoriano había servido a la piedad del músico; a partir de entonces, el arte del músico desmerecerá a veces su piedad.
El repertorio gregoriano sobrevivió hasta el siglo XIV en medio de nuevas creaciones, si no en su interpretación, alterada por la imitación de la polifonía, al menos en su línea melódica y su escritura. Pero el Renacimiento iba a asestarle un golpe fatal. Por iniciativa de Gregorio XIII (+1585), se preparó una nueva edición de los libros de canto en consonancia con la reforma litúrgica del Concilio de Trento, que dio lugar a una revisión completa de las melodías y a la subyugación del ritmo a la camisa de fuerza de la métrica. Las ediciones posteriores completaron el proceso de modernización del canto gregoriano hasta hacerlo irreconocible. La edición medicea de 1614-1615, tolerada pero no aprobada por el Papa Pablo V, sirvió de modelo para los libros de canto llano que siguieron, que sólo sirvieron para exacerbar la decadencia del canto sagrado. A principios del siglo XIX, todas las ediciones disponibles eran fantasiosas.
Dom Guéranger, restaurador de la vida benedictina en Francia en el siglo XIX, se dio cuenta de que para que sus monjes pudieran cantar el Oficio con dignidad, debían redescubrir la pureza de las melodías gregorianas. El canto de la Iglesia sólo podía ser bello; había que redescubrir esta belleza volviendo a las fuentes, más allá de todas las distorsiones de los siglos anteriores. Así que los monjes de Solesmes se pusieron a buscar manuscritos de canto gregoriano por toda Europa. Este trabajo condujo a la creación de un taller de paleografía musical, así como a la publicación de varios libros litúrgicos, con la aprobación de la Santa Sede, a través de muchas vicisitudes. Destacan los nombres de Dom Joseph Pothier, Dom André Mocquereau y Dom Joseph Gajard, seguidos de los de Dom Eugène Cardine y Dom Jean Claire.
Los distintos trabajos sobre la restauración del canto gregoriano no se ponen de acuerdo sobre la manera de entender el ritmo gregoriano. La práctica de Fontgombault es fiel a la enseñanza de Dom Mocquereau y Dom Gajard, por una razón muy simple: la razón de ser del canto en una comunidad monástica, más allá de cualquier preocupación científica o histórica, es la alabanza a Dios. Esta alabanza coral, colectiva por naturaleza, presupone que un principio asegure la unidad de las voces, y este principio sólo puede ser el ritmo, sobre todo en el caso de las piezas ornamentadas. Por esta razón, Dom Mocquereau y Dom Gajard se han esmerado en redescubrir el ritmo del canto gregoriano.
Dom Mocquereau desarrolló una teoría maravillosamente clara y lógica, tan sencilla que los niños pequeños podían entenderla y cantar las alabanzas de Dios con devoción. No sólo se reveló el canto gregoriano, sino que la música en general se benefició de la luz arrojada sobre el ritmo por este genio de monje.
Justine Ward, profesora de música (1879-1975)
Algunos especialistas en semiología gregoriana critican la doctrina rítmica de Dom Mocquereau por no ser más que una construcción a priori, sin base en los manuscritos del canto gregoriano. Los signos rítmicos contenidos en los manuscritos contradicen incluso la teoría expuesta por el monje en Le nombre musical grégorien.
Sin embargo, no cabe duda de que Dom Mocquereau extrajo su doctrina de los propios manuscritos:
Si sólo tuviéramos los manuscritos, podríamos reconstruirlo todo a partir de ellos.
Dom André Mocquereau, Carta.
Es allí, en estas notaciones neumáticas tan variadas, en estos libros de composición tan diferente, donde debemos buscar la luz sobre todo lo que concierne al arte gregoriano.
Dom André Mocquereau, La paléographie musicale t. XI, p. 19.
[Los manuscritos] contienen en sí mismos todo lo que queremos saber sobre la versión, la modalidad, el ritmo y la notación de las melodías gregorianas. No son una exposición de los principios del canto, pero contienen sustancialmente tanto teoría como práctica... Son la traducción escrita de lo que enseñaban y ejecutaban los antiguos maestros y, por tanto, para quienes saben leer y comprender esta escritura, la expresión más perfecta de los cánticos litúrgicos.
Dom André Mocquereau, La paléographie musicale t. I, p. 23.
Para comprender cómo Dom Mocquereau pudo extraer de los manuscritos lo que algunos especialistas de hoy ya no encuentran en ellos, debemos reflexionar sobre nuestra manera de mirarlos. El primer paso para descifrarlos consiste sin duda en buscar elementos rítmicos positivos, es decir, elementos gráficos que den indicios de ritmo. Este es el trabajo de la semiología (el estudio del significado de los grafismos neumáticos, es decir, de los signos musicales presentes en los manuscritos de canto gregoriano), que es indispensable y en el que se realizan constantemente nuevos descubrimientos.
Pero los signos presentes en los manuscritos remiten a algo más que a una acumulación de información técnica: son la notación de un canto. Por tanto, para que este trabajo de semiología conduzca a un verdadero conocimiento del canto gregoriano, no podemos detenernos en estos signos y negarnos a llegar hasta la propia realidad musical. Si queremos ser fieles a la intención de quienes escribieron los manuscritos, debemos encontrar detrás de la multiplicidad de signos un canto unificado por los principios del ritmo natural. Esta fue la intuición de Dom Mocquereau y el sentido de su trabajo.
Lo que el llamado "Método de Solesmes" pone de relieve es lo que no está escrito. Para Dom Mocquereau, no se trataba de aplicar al canto gregoriano una teoría musical abstracta y preexistente, sino de redescubrir, gracias a la teoría rítmica positiva y al estudio de los autores antiguos, y sobre todo de los hechos, las leyes del ritmo natural. Es fácil ver que la acusación de apriorismo hecha contra esta obra podría volverse fácilmente contra quienes la formularon: tras el sesgo de no leer en los manuscritos más que una estricta colección de indicaciones puntuales, sin considerar el canto mismo y la rítmica que implica, se esconde otro apriorismo, filosófico: el del carácter irremediablemente subjetivo del conocimiento humano, reducido a un mero conocimiento de los fenómenos, incapaz de alcanzar la sustancia de las cosas -en el caso que nos ocupa, la música a la que se refiere la diversidad de notaciones manuscritas tanto como a la realidad que describen. Una lectura simplemente fenomenológica de los manuscritos no era ciertamente la de Dom Mocquereau, para quien el conocimiento del canto gregoriano debía terminar con la realidad musical que le había dado origen.
Los niños aprenden a leer siguiendo el ABC: reconocen las letras, las agrupan en sílabas y forman palabras. Pero para que puedan formar frases con sentido, necesitan unir estos elementos con una idea que les dé una finalidad.
Una atención excesiva a los detalles ahoga la espontaneidad y la naturalidad: ¡sienten que su voz se frena por el miedo a no hacerlo lo suficientemente bien! A fuerza de insistir en el análisis, ¿nos perderemos la síntesis?
Dom Eugène Cardine, Testamento, 11 de abril de 1984
Si los signos gráficos de una partitura remiten a la unidad de una realidad musical completa, es porque hay algo detrás de esos signos que les da vida, los pone en relación y asegura su unidad. Este principio de síntesis necesariamente subyacente debe ser simple y fundamental, lo suficientemente natural como para que los autores de nuestros manuscritos hayan podido considerarlo en gran medida como implícito. Por lo tanto, debe ser un movimiento vital el que una estas notas, un conjunto de relaciones de impulso y reposo dictadas por el texto y modeladas en gran medida a partir de la dinámica de las propias palabras, enraizada a su vez en los ritmos fisiológicos naturales de la respiración o de la marcha.
Los copistas gregorianos nos han transmitido, con infinito cuidado, los matices de la rítmica positiva, que no habríamos podido descubrir sin ellos; mientras que, la mayoría de las veces, no daban ninguna indicación sobre la rítmica natural, pensando que cualquiera podría componerla sin dificultad.
Dom Jean Claire (Revue Grégorienne 1959, p. 204)
Las ediciones de libros corales autorizadas por la Santa Sede no han tenido dificultad en introducir signos de puntuación lógicos para indicar las principales divisiones del fraseo. Se trata de los distintos compases de un pentagrama gregoriano moderno. Estos compases no estaban indicados en los manuscritos. Este trabajo puede compararse a la introducción de signos de puntuación en la edición de un texto antiguo, para facilitar su lectura en la actualidad. Con el mismo espíritu, Dom Mocquereau introdujo un signo rítmico para indicar las divisiones más pequeñas del fraseo, el episema vertical o ictus :
Aunque los episemas verticales no aparecen como tales en la escritura de los manuscritos, estan basados sobre la naturaleza misma de las cosas que estan en los manuscritos. Son la expresión gráfica y la puntuación, nuevas pero objetivas, de los diferentes ritmos que siempre han estado contenidos en las melodías. [...] Del mismo modo que los ritmos más importantes han sido delimitados por barras verticales de longitud variable, inventadas a tal efecto, tambien designamos el límite de los ritmos elementales por una barra vertical aún más pequeña: es el episema vertical... Todos los grados del ritmo están así representados con precisión, del más grande al más pequeño.
Dom André Mocquereau (Paléographie musicale, t. X, p. 100)
La presencia y el papel de los episemas verticales se han malinterpretado a veces y se han percibido como una fuente de rigidez o materialidad en la interpretación. En realidad, el ictus está ahí mucho más para la inteligencia que para la voz, como explicó Dom Gajard siguiendo a Dom Pothier :
El ictus musical equivale exactamente al final de una palabra. Esta simple observación, puesta de manifiesto, como hemos visto, por Dom Pothier, basta para disipar cualquier ambigüedad. El ictus no compromete más la gran línea fraseológica que el final de cada palabra en el lenguaje no compromete la emisión y el desarrollo del pensamiento. Y, en consecuencia, el episemus vertical, que marca gráficamente el final del movimiento musical o del ritmo sonoro, no es más subversivo que el espacio en blanco, que, en la escritura, marca gráficamente el final de cada palabra o ritmo verbal. [...] Lo mismo ocurre en la escritura musical.
Dom Joseph Gajard, Revue Grégorienne 1924, p. 141 et suiv.
También hay que señalar que la designación de los toques rítmicos no se hace arbitrariamente, sino según los datos de la rítmica positiva: signos de alargamiento, ya que una mayor duración atrae el reposo en el ritmo natural, pero también la modalidad, el ritmo de las palabras, etc. Cuando parece haber una contradicción con los signos contenidos en los manuscritos, hay que resolver la dificultad revisando la interpretación de estos signos o profundizando en las leyes del ritmo. En otras palabras, a veces debemos redescubrir laboriosamente lo que los compositores sintieron instintivamente. Sólo este trabajo puede permitir a todos los coristas unirse en un mismo pulso rítmico, de lo contrario los matices de los manuscritos no serán alcanzables por los cantantes con conjunto.
Para reconstruir el ritmo gregoriano, Dom Mocquereau comenzó por observar los ritmos naturales y las teorías musicales de la Antigüedad, como fuentes más fiables de lo que implicaban los manuscritos. Según Platón, el ritmo es el orden del movimiento, una síntesis de todos los elementos que componen una pieza. El ritmo vincula cada uno de estos elementos jerarquizándolos. Así, la unidad rítmica más pequeña está constituida por un elemento en impulso en relación con un elemento en reposo. Las cualidades del sonido -duración, intensidad, tono y timbre- no son necesarias para la percepción del ritmo. Una de ellas sola, o incluso el texto solo, pueden bastar para ordenar el movimiento. El ritmo es una cuestión de relación: por tanto, primero lo percibe la inteligencia. En el canto gregoriano, el pulso rítmico, que resulta de la interacción de los sonidos, es libre y flexible. No hay medida isócrona (a intervalos regulares), pero sí una precisión real de los valores. Si esta precisión viene exigida por el orden establecido por el ritmo (no podemos relacionar realidades con contornos mal definidos), no puede reducirse a una especie de rigor matemático:
Una sonata de Beethoven, con su ritmo preciso y medido, no tiene la estatura de una marcha militar: la precisión va unida a la flexibilidad. Más aún en el ritmo libre.
Basta con ser músico para sentirlo...
Dom Joseph Gajard
En concreto, Dom Gajard resumió así la síntesis rítmica de Dom Mocquereau, que constituye la base de lo que se ha dado en llamar el "Método Solesmes":
El ictus, que es el momento en que el ritmo cae y une las mallas, es intrínsecamente independiente de la duración y la intensidad del sonido. Como final de un ritmo, suele coincidir con los finales de palabra, de modo que los ritmos musicales y verbales trabajan juntos.
A menudo se objeta a la síntesis de Dom Mocquereau, a veces con cierta animosidad, que la introducción de un sistema de tiempos compuestos binarios y ternarios entorpecería innecesariamente el canto e interferiría con la libertad de la línea melódica. Esta crítica sólo está justificada en relación con una interpretación burda y material de los ritmos elementales.
Los tiempos compuestos, binarios y ternarios, tan erróneamente criticados, no son la totalidad de la síntesis rítmica: sólo son los eslabones indispensables de la trama con la que ésta se teje. No existen por sí mismos, ni para sí mismos: en rigor, sólo existen en función del ritmo compuesto al que se ordenan y que, mejor aún, es el único que les da existencia, al arrastrarlos en su impulso vital.
Dom Joseph Gajard
Del mismo modo, por analogía, podemos señalar que los latidos del corazón o los movimientos respiratorios son esenciales para la vida, pero que ésta no puede reducirse a esos fenómenos.
Como en todas las cuestiones de reconstrucción histórica, el debate podría prolongarse durante mucho tiempo; es más bien el fin perseguido por tal obra de reconstrucción lo que permite hacer una elección. Si el objetivo es lograr una reconstrucción exacta de la antigua forma de cantar, siempre nos quedará una sucesión de hipótesis y conjeturas. Si, por el contrario, se trata de redescubrir las raíces de un arte todavía vivo y todavía llamado a servir a las oraciones de la Iglesia, entonces los principios que guiaron a Dom Mocquereau y Dom Gajard en su trabajo siguen siendo plenamente válidos hoy en día, incluso en lo que se refiere a la autenticidad gregoriana:
Lo que sigue siendo cierto es que el ritmo libre, ya fuera oratorio (prosa ciceroniana) o musical (canto gregoriano), incluía subdivisiones rítmicas muy detalladas.
Aunque los autores de la Edad Media no las hubieran mencionado, habría que probar que no las utilizaron en la práctica y que, por tanto, se liberaron de una ley rítmica natural esencial, común a todas las lenguas, a toda la poesía y a toda la música, que es imposible suponer o probar.
Los que niegan esta verdad tienen la carga de probar cómo la melodía gregoriana pudo llegar a existir ignorando una de las leyes fundamentales del ritmo.
Dom André Mocquereau, Le nombre musical grégorien, introduction, t. 1, p. 11
En cuanto a su valor para el canto diario de las alabanzas de Dios por un coro monástico, Dom Édouard Roux, primer abad de la restauración de Fontgombault por los monjes de Solesmes, estaba muy convencido de su valor, como se desprende de estas líneas que escribió a Dom Joseph Gajard:
Es muy cierto que siempre te he amado, aprobado y alentado, con toda sencillez y candor, porque me basta ver en ella la verdadera oración, tu manera de interpretar el gregoriano.
Dom Édouard Roux, Carta a dom Gajard 5 de septiembre de 1939