Los íconos requieren una técnica muy específica que se ha transmitido a lo largo de los siglos. Comienza con una cuidadosa preparación del soporte, a menudo una tabla de madera de tilo, roble, álamo, haya o ciprés, pero no de cedro, pino o abeto.
La tabla se "marouflagea" primero con una tela fina (tela de algodón usada, sábana vieja, gasa, muselina, etc.). Para esta operación, primero se recubre el soporte con una capa gruesa de cola de base muy caliente y sin diluir (una mezcla de cola de conejo o liebre y agua caliente, preparada al baño maría); inmediatamente después, se coloca el lienzo, que se ha empapado en la cola. Se añade encima otra capa de cola espesa y se deja secar.
La etapa siguiente consiste en recubrir la superficie. Este revestimiento tradicional ("levkas", del adjetivo griego leukos que significa "blanco") es una mezcla de cola, blanco de España o tiza, diluida en agua y calentada al baño maría, que se aplica en entre 12 y 15 capas sobre la tabla maruflada. Al final, la superficie se lija cuidadosamente hasta que queda perfectamente lisa y de un blanco luminoso.
El dibujo requiere un importante estudio previo de los modelos, con el fin de conocer los principios de la íconografía tradicional. El íconografo no deja rienda suelta a su creatividad personal, sino que busca humildemente formar parte de una tradición secular estrechamente vinculada a la Revelación y a la fe de la Iglesia, para ser un verdadero intérprete de lo invisible.
El dibujo del ícono se realiza primero en un papel de calco, a lápiz; después se transfiere a la tabla, y los contornos se repasan con un color diluido en agua, preferiblemente una tierra roja.
A continuación, se graban los contornos del dibujo con punta seca. Se trata de una simple incisión en el grosor del levkas, no de una línea de grabado profunda.
Antes de aplicar los colores, se coloca el oro auténtico a la hoja sobre todo el fondo del ícono, donde destacarán las figuras, o simplemente sobre el nimbo que rodea sus cabezas (de ahí el nombre de "aureola": "oro" es aurum en latín). Se trata de una técnica difícil y laboriosa.
La técnica más tradicional se llama "dorado al agua", en la que el oro se "dora" (es decir, se hace brillar) frotándolo con un ágata. La técnica más reciente de la "mixtión" es más rápida y sencilla, pero no bruñe el oro.
Los colores utilizados para escribir el ícono proceden exclusivamente de pigmentos naturales, de origen mineral u orgánico. La pintura de íconos utiliza la técnica del temple al huevo desde hace muchos siglos (al menos desde los siglos VIII o IX): el pigmento coloreado se mezcla con una emulsión llamada médium, hecha a partir de una mezcla de yema de huevo y agua clara, con unas gotas de vinagre para su conservación. Esta mezcla se hace con el dedo, en una concha; se evita todo lo que no sea natural.
En el Oriente cristiano, existen al menos dos técnicas bastante diferentes para aplicar el color a los diseños de íconos. En la abadía de Fontgombault, la técnica tradicional rusa de la Edad Media, denominada "al charco", se utiliza para los tonos de piel (es decir, el rostro y las manos de las figuras), jugando con la transparencia.
Se recomienda comenzar con una capa muy transparente de ocre amarillo sobre toda la superficie a colorear, para matear el fondo blanco. A continuación, se empiezan a aplicar los distintos colores, cada uno en su sitio, en capas muy transparentes que contienen mucho médium diluido en agua y poco pigmento, más o menos como la acuarela. Se superponen las capas, procurando que el dibujo (pliegues de la ropa, arquitectura, etc.) sea siempre visible bajo las distintas capas de color; si es necesario, hay que realzar las líneas.
A continuación abordamos la iluminación del ropaje, una tarea que requiere gran maestría. Hay tres zonas de luz cada vez más intensa. La última es de color blanco puro. Hay que procurar que las zonas de sombra sean transparentes y las de luz más opacas, es decir, cada vez con más pigmento.
La pintura de los rostros y las manos viene en último lugar. Es la técnica más difícil. Requiere una ejecución muy cuidadosa, porque el rostro es la parte más noble del cuerpo humano, donde se refleja el espíritu. Toda la superficie de la cara y las manos (y eventualmente los pies) se cubre con un color base bastante oscuro, hecho con una mezcla de tierra sombra natural, ocre amarillo y un toque de ocre rojo. El color verdoso resultante, llamado "proplasma", se aplica en grandes charcos de pintura bastante líquida, pero lo suficientemente rica en pigmentos como para no ser demasiado transparente. Se puede aplicar una segunda capa, pero los rasgos faciales deben quedar ligeramente visibles bajo las dos capas, aunque ello exija volver a trazarlos.
Después se empiezan a aplicar las zonas de luz, siempre en los mismos lugares precisos, y siempre con un charco y en capas superpuestas sucesivas. Esta obra tiene un profundo significado simbólico: es un símbolo de nuestro propio viaje espiritual, desde las sombras de nuestra naturaleza terrenal hacia la luz del mundo divino. Al final, se aplican pinceladas muy brillantes de luz blanca pura a ciertas partes del rostro, haciéndolas extremadamente luminosas, como si estuvieran iluminadas desde dentro.
Una vez coloreadas todas las superficies, se pasa a los detalles del ropaje, de la arquitectura y de los elementos decorativos: plantas, animales, etc. que forman parte de determinadas escenas, como la Natividad, la Transfiguración y la Resurrección.
Cuando el trabajo está completamente acabado en todos sus detalles, se inscribe el nombre del Señor, de la Virgen, de los santos representados o del misterio ilustrado, ya sea en eslavo, griego o latín, o más recientemente en lengua vernácula.
Algunas abreviaturas son tradicionales, como en la parte superior de este ícono, donde simplemente se indican a ambos lados la primera y la última letra de las palabras griegas Mater y Theou, que significan "Madre de Dios".
Debe transcurrir entre un mes y un mes y medio antes de barnizar el ícono con olifa, un aceite de linaza cocido con un secante.
Por último, el ícono debe ser bendecido según un rito específico, que marca que pertenece a Dios y a la Santa Iglesia.
En íconografía, los colores tienen un lenguaje simbólico.
El oro, que no tiene coloración material, es el reflejo puro del resplandor de la luz divina. Mientras que los demás colores viven de la luz que incide sobre ellos, el oro tiene su propio resplandor. Por eso desempeña un papel tan esencial en los íconos. Refleja el mundo divino. El oro del fondo de los íconos significa este “espacio” divino, y el oro del nimbo, la santidad.
El blanco también simboliza el mundo divino por su falta de color, que lo hace muy cercano a la luz misma. En los íconos, el blanco domina la imagen, parece surgir hacia el espectador con más fuerza que los demás colores. Este efecto se emplea a menudo en los íconos de la Transfiguración o del Descenso a los infiernos, donde Cristo aparece vestido de blanco inmaculado, destacándo se del círculo que le rodea; también es el color de las vestiduras de los ángeles.
El púrpura fue el color real durante toda la Antigüedad. La íconografía tradicional representa a Cristo vestido con una túnica púrpura con franjas doradas, símbolo de su naturaleza divina, sobre la cual se coloca un manto azul verdoso, color de la tierra, símbolo de su naturaleza humana. La Madre de Dios lleva un gran velo, el maphorion, adornado con trenzas de oro, de color púrpura oscuro, símbolo de su dignidad real.
El rojo es un color incandescente que parece avanzar hacia el espectador. Su dinamismo se acerca al de la luz. Simboliza la sangre y la vida: los mártires se visten a menudo con mantos de color rojo vivo. Los emperadores orientales firmaban los documentos oficiales con letras rojas, como si quisieran certificarlos con su sangre.
El azul es el color del mundo terrenal y el verde es el color de la naturaleza, símbolo de crecimiento y fertilidad, y también de esperanza.
El negro representa la ausencia total de luz y simboliza la nada y la muerte. El negro se encuentra tradicionalmente en el ícono del descenso a los infiernos, en cuya parte inferior aparece Cristo con su deslumbrante vestidura blanca, victorioso sobre la muerte y el pecado. Del mismo modo, en el ícono de la Natividad, es el color del fondo de la gruta sobre el que destaca el Niño recién nacido, como el Eterno que irrumpe en la nada del mundo corruptible.